La cosa empezó de la forma más inocente. Mi hijo de 5 años salió del cole un viernes por la tarde con deberes para el fin de semana: “tenemos que poner una foto de tu trabajo y explicárselo a todos los de clase. ¿En qué trabajas, mamá?”
“¿En qué trabajas?” es una pregunta que para mí está a la altura de: ¿eres del Athletic o del Alavés? Nunca sé qué contestar. Y cuando digo que soy investigadora o que trabajo en políticas me enfrento a preguntas cómo: ¿en serio, eres detective? O mejor aún: ¿qué opinas de Rajoy?.
Pero aquí no había escapatoria. Así que me senté con mi hijo y pensé en la forma más amable de explicarle que trabajo ayudando a que la tecnología llegue al mercado en forma de nuevos productos y nuevos servicios que creen riqueza y mejoren las condiciones de vida de la gente. Y como fui incapaz, terminé diciéndole que mamá trabaja con un robot que se llama Hiro y que tiene cámaras en los ojos. Y aunque es verdad que en mi empresa hay un robot así, también es verdad que no nos conocemos de nada. Que fue una maldita mentira.
Explicar lo que hago es complicado cuando el interlocutor es un niño de 5 años, pero también cuando es un ingeniero de 50. Especialmente. Porque un ingeniero (o un químico, un físico, un informático, un matemático cualquier otro profesional susceptible de generar un producto nuevo que pueda tocarse) tienden a pensar que las políticas de innovación son una chorrada. Tal cual. Un añadido de sus proyectos que pueden cubrir diciendo cuatro obviedades mientras piensan en cómo solventar los problemas técnicos de su maravilloso cacharro.
Pero las políticas de innovación son importantes. De hecho, son fundamentales para que las tecnologías innovadoras lleguen al mercado y se conviertan en una realidad. Porque que una tecnología sea un éxito o caiga en el más absoluto ostracismo no está siempre vinculado a su grado de brillantez. En su libro “The Wide Lens”, Ron Adner analiza el ejemplo de los neumáticos run-flat, lanzados por Michelin en la década de los 90. Los run-flat estaban basados en el sistema PAX que permitía que el vehículo pudiera seguir rodando en caso de pinchar una rueda. Se acabaron los pinchazos, las grúas y las esperas al borde de la carretera enfundados en un horrible chaleco fosforito. ¿Qué conductor iba a resistirse a equipar su coche con un sistema así? En 2007, Michelín anunció formalmente la retirada del sistema PAX por falta de demanda. ¿Falló la tecnología? No, la tecnología era brillante. Lo que falló fue la relación con el ecosistema. Resulta que nadie se molestó en asegurar que hubiera suficientes estaciones de servicio donde se pudieran reparar los neumáticos con sistema PAX, así que en muchas ocasiones los conductores tenían que comprar ruedas nuevas que, encima, eran más caras que las tradicionales.
Más. En 2006 la farmacéutica Pfizer lanzó al mercado una tecnología brillante: la insulina inhalable, comercializada bajo el nombre deExubera. Adiós a los pinchazos de insulina y con la ventaja añadida de que, al ser menos invasiva la administración, los enfermos asumían antes la enfermedad, empezaban antes el tratamiento y le ahorraban a la administración pública una fortuna. Pfizer no tardó ni un año en retirarla del mercado. ¿Sabéis por qué? Porque al aprobarla, la agencia responsable incluyó como requisito que todos los pacientes se hicieran un test pulmonar para asegurar que su organismo podía absorber la insulina de forma correcta. Al principio, cada seis meses y luego cada año. El problema es que los endocrinos no hacen test pulmonares, así que el paciente llegaba al endocrino, este le derivaba al laboratorio, el laboratorio le volvía a enviar al endocrino, en el proceso se pasaban varios meses y el seguro médico tenía que pagar dos consultas de endocrino en lugar de una. Ni los pacientes ni los endocrinos se podían permitir semejante retraso, así que Exubera dejó ser atractiva y tuvo que ser retirada del mercado. ¿Un problema tecnológico? No, la tecnología era impecable. Pero nadie pensó en la regulación.
En 2013, la Comisión Europea lanzó el proyecto Human Brain para darle un empujón al sector de la neurociencia y mejorar nuestro conocimiento de cómo funciona el cerebro humano. Se montó un proyecto de cooperación que involucraba a 116 socios de 19 países diferentes. Se juntó a las mejores mentes de Europa en bioinformática, simulación computacional, software, educación, bases de datos, genética, ciencia cognitiva y muchos más campos. Se dotó al proyecto de mil millones de euros a repartir en 10 años. Mil millones. En menos de un año, 800 científicos se plantaron y escribieron una carta amenazando con boicotear el proyecto si la Comisión no tomaba cartas en el asunto y cambiaba el rumbo. ¿Falló la tecnología? Pues no. Se quejaron de la gobernanza del proyecto, de la forma de gestionarlo. Dijeron que era caótico, complejo y opaco. De nuevo, todo el esfuerzo se centró en desarrollar tecnología sin pensar en que es fundamental contar con unas condiciones de entorno que faciliten que todo el esfuerzo realizado por los tecnólogos tenga un impacto real.
He aprendido la lección. A mi hija pequeña le faltan dos años para llegar a casa con la famosa hoja de los trabajos. Para entonces ya estaré preparada. Cuando mi hija me pregunte: ¿en qué trabajas, mamá?, le diré: “trabajo con ingenieros super listos que hacen robots tan chulos (y terroríficos) como este. Mi trabajo es hacer que esos robots sirvan para algo, y no se queden en un cuarto oscuro sujetando las escobas”.
Un comentario sobre “"Mamá, ¿en qué trabajas?" La pesadilla de una investigadora en políticas de innovación”